viernes, 29 de octubre de 2010

David Wroblewski, La historia de Edgar Sawtelle

¿Cómo puede una novela estar tan bien escrita? Me explico. ¿Cómo alguien que publica por primera vez puede ofrecernos algo tan extraordinario como La historia de Edgar Sawtelle? Hace días que le doy vueltas al asunto y no logro encontrar una respuesta que me satisfaga. David Wroblewski (siempre tengo que mirar la portada de su libro para recordar ese endiablado apellido impronunciable) la escribió a punto de llegar a la cincuentena. A pesar de ese buen lastre de años, su apariencia resulta carismáticamente juvenil. Es una de esas personas que parecen conservarse en plena forma a pesar del paso del tiempo.

David Wroblewski nació en 1959, está casado con la también escritora Kimberly McClintock y, antes de dedicarse a la literatura, trabajó en el ámbito de la informática. El matrimonio vive en Colorado, junto a su perra Lola y su gato Mitsou. Eso me hace pensar (al ver su fecha de nacimiento) que nunca es tarde para elaborar una gran obra, que no debemos correr en publicar, que si decidimos dar a imprenta un producto de nuestra inventiva éste tiene que honrarnos y hacer que nos sintamos orgullosos de él. Las prisas siempre fueron malas y en el caso de la literatura si cabe todavía más. Si al tiempo que Wroblewski se ha tomado para ofrecernos su opera prima le sumamos la sencillez y la humildad con que nos la tiende, el libro pasa de ser un mero objeto de papel a convertirse en un regalo de los que actualmente escasean por la sinceridad que alberga.

Por otra parte, este libro sólo podía escribirlo alguien con un profundo conocimiento del mundo canino. Han llegado a compararlo con Jack London y debo reconocer que hay mucho de él en esta novela. David Wroblewski se acerca a estos nobles animales con una sensibilidad y una visión tan certera como pragmática. Desconozco si su contrastada experiencia en este terreno se debe a vivencias personales o a un exhaustivo estudio de la cría y adiestramiento de perros. De cualquier modo, los episodios narrados resultan admirables y vivos, que es lo que realmente importa en una obra de ficción.

La historia narra las vidas de la familia Sawtelle en su granja de Wisconsin. Allí crían unos perros muy singulares, los llamados perros sawtelle. Éstos no tendrán el pedigrí que tienen otras reconocidas razas, pero son únicos y por eso mismo entre los entendidos en el tema están muy valorados y cotizados. El protagonista, el joven Edgar Sawtelle, inicia la tercera generación dedicados a esta empresa. Tras su abuelo, fue su padre el que tomó las riendas de la granja y de la cría junto a su esposa Trudy. El hermano del padre, Claude, decidió abandonarlos para enrolarse en el ejército, vendiendo la parte que le pertenecía. Ahora el padre y la madre de Edgar son los únicos que llevan el peso de continuar con la raza sawtelle. El padre se encarga de las camadas y de encontrar a los futuros propietarios, mientras que la madre tiene la tarea de darles un adiestramiento que va mucho más allá de lo puramente convencional. Mientras tanto, siempre que las clases de la escuela se lo permiten, Edgar desempeña en la granja trabajos como limpiar, cepillar, dar de comer o sacar a pasear a todos los perros. Para su sorpresa, un día su padre le hace cargo de su propia camada, toda una responsabilidad que será el preámbulo de su brusca incursión en el mundo de los adultos.

A todo esto debemos añadir que Edgar Sawtelle es mudo. Nació con esa anomalía. Podía escuchar todo lo que tenía a su alrededor, pero de su garganta no brotada sonido alguno. Los médicos aseguraban que no podían explicar algo tan extraño. Edgar aprendió el lenguaje de los signo y sus padres se habituaron a comunicarse con él de ese modo. Incluso a los perros Edgar les signaba y ellos le obedecían. Pero el animal que lo comprendía nada más cruzarse las miradas era Almondine. Desde que Edgar era un bebé, ella se acostumbró a estar a su lado, a velar por él y cuidarlo como si se tratara de su propio cachorro. El lazo que une al chico y a la perra es un ejemplo bellísimo de cómo animal y hombre pueden convivir en perfecta armonía. Su relación es lo más hermoso de este libro, sin lugar a dudas.

Todo parece ir bien en la granja hasta que un día aparece de nuevo Claude. Con él llegará una tras otra una serie de desgracias que les cambiará a todos sus plácidas vidas. Sólo adelantaré (me tengo que morder la lengua para no desvelar más cosas del argumento) que el padre muere. A partir de este momento comienza un verdadero drama que bien podría haberlo firmado el mismísimo Shakespeare. A su modo, Edgar Sawtelle recuerda la figura del famoso príncipe de Dinamarca del autor inglés. Al igual que le sucede al joven Hamlet, Edgar verá usurpado el poder paterno, siendo tanto él como su madre víctimas de un destino imprevisible y, durante el tiempo que duró el júbilo familiar, improbable. Pero del mismo modo que sucede en la tragedia, nada proviene en realidad de las casualidades del infortunio sino que todo parece apuntar al fruto de la oscura mano de la premeditación.

El autor construye una obra bien tramada, utilizando un tempo perfecto. Nada se adelanta más de lo necesario, todo llega en su momento. Nos proporciona los detalles imprescindibles y las escenas justas para construir en nuestra imaginación de lectores el historial suficiente para desarrollar el drama cuando llegue la hora propicia. El lenguaje, del mismo modo, se emplea con sobriedad pero con elegancia y sin ser barroco resulta sugerente. Podría asegurarse que todos los aspectos que conforman una novela están perfectamente equilibrados en La historia de Edgar Sawtelle. Por este motivo y por muchos otros que seguramente me dejo en el tintero, deseo de todo corazón que éste sea el inicio de una fructífera carrera literaria y que vengan más obras de David Wroblewski, aunque para ello debamos esperar largos años y tal vez nos pille allá en la eternidad.

viernes, 22 de octubre de 2010

Don Winslow, El invierno de Frankie Machine

A Frank Machianno le gusta la puntualidad. Se levanta cada día a las cuatro menos cuarto de la mañana cansado de ser él mismo. Se da una ducha de un minuto. Se hace un café que deja reposar exactamente cuatro minutos. Se prepara un bagel de cebolla con un huevo frito que envuelve cuidadosamente en una servilleta de hilo. Se mete en su furgoneta Toyota y se dirige al muelle de Ocean Beach.

A Frank Machianno le parece que tiene mucha suerte de tener una hija maravillosa, Jill, que está a punto de entrar a estudiar en la Facultad de Medicina (aunque eso signifique que Frankie deba romperse un poco más el espinazo para costearle las clases), una pareja para quitarse el sombrero, Donna, que trabajó durante unos años en Las Vegas y que ahora regenta una boutique con una buena y distinguida clientela, y una ex mujer que aún le sigue necesitando y queriendo a su manera. Frankie puede sentirse afortunado por llegar a esas alturas de la vida rodeado de esas tres preciosidades a las que tanto ama, por quienes merece la pena seguir luchando en este mundo tan hostil y falto de valores.

A Frank Machianno se le podía ver surfeando durante “la hora de los caballeros” en las magníficas playas de la costa de San Diego. Siempre acude a su cita, día tras día, acompañado de su amigo y camarada Dave Hansen, agente del FBI a punto de retirarse. Para él subirse a una ola y cabalgarla es mejor que hacer el amor, o al menos eso cree. Pero un día deja de acudir a su cita y Hansen se pregunta si la desaparición de Frankie tendrá algo que ver con los dos cadáveres que han aparecido en la playa acribillados a balazos. Uno era un destacado mafioso de Detroit, el otro un testigo protegido que estaba metido en un asunto bastante serio y turbio. Lo que Dave Hansen no sabía es que ambos habían tratado de tenderle una trampa mortal a Frankie. Pero Frankie es Frankie y con eso quiero decir que poca explicación más debe darse a lo que sucedió.

A Frank Machianno no se le toma el pelo sin salir escaldado o con los pies por delante. Por algo le apodan “la máquina” y de ahí que, quienes le conocen, se dirijan a él por el nombre de Frankie Machine. Este sesentón pluriempleado (regenta una tienda de carnada en Ocean Beach, trapichea con un negocio de lavandería y lleva un servicio de pescado dirigido a hoteles y restaurantes) ha abandonado definitivamente los asuntos mafiosos que años atrás lo convirtieran en una celebridad. Pero ahora, de repente, cuando su vida parece tranquila, alguien se ha empeñado en quitarlo de en medio. Frankie desconoce los motivos. Mientras huye de los sicarios que van llegando y que van cayendo como moscas en sus manos, hace un repaso de su agitada vida pasada para ver quién diantres lo quiere en el hoyo.

A Frank Machianno le mosquea la injusticia. Al conocer su historial vemos a un tipo que, aunque de gatillo letal (que no fácil), es todo un caballero a la hora de mandar al otro barrio a un objetivo anónimo, pero una bestia sin remordimientos ante quien se lo merece (y con ello me refiero a aquellas personas que han hecho mucho daño a su alrededor). A su manera, por descontado, tiene conciencia y principios, por lo que nunca vacía el cargador a la ligera. A medida que se hace mayor se vuelve más selectivo a la hora de aceptar “trabajos”, algo que finalmente descartará por completo, tratando de redimirse y llevar una vida decente. Y casi lo consigue. Prácticamente logra convertirse en alguien a quien los suyos consideran un buen padre de familia, una buena pareja y un buen ex. Lástima de aquella emboscada en la que quisieron coserlo a balazos. De aquello sólo podía resurgir un Frankie cabreado, es decir, aquella situación despertó a la machine aletargada.

A Frank Machianno lo inventó Don Winslow, un escritor norteamericano que tuvo un éxito inesperado con su anterior novela, El poder del perro (una novela tremendísima). Don Winslow nació una noche de Halloween en Nueva York (1953). Trabajó durante un tiempo como detective privado y como guía turístico en safaris africanos. Un día leyó en alguna parte que Joseph Wambaugh, un ex policía reconvertido en escritor, escribía diez páginas cada día y con eso le bastaba. Winslow no se propuso tanto. Hizo la mitad y al cabo de tres años tenía su primera novela. Desde entonces trabaja cada día de 5:30 a 10 de la mañana y, casi siempre, alterna simultáneamente dos novelas. A todas sus obras les imprime un ritmo trepidante, una acción que no deja ni un momento de respiro al lector. Iniciar la lectura de un libro de Don Winslow es lo más parecido a subirse a una montaña rusa que parece no acabarse nunca.

A Frank Machianno hay que conocerlo a través de las cuatrocientas páginas de esta novela. Sólo puedo decir eso. Llegaréis a cogerle cariño y a considerarlo como un viejo amigo. A fin de cuentas, a pesar de su crudo historial, se trata de un tipo que siempre ha deseado que le dejen en paz y ser feliz con los suyos. Nada más. El problema es que, cuando la vida se las da cruzadas, no se arruga. A su lado los mafiosos de Coppola o Scorsese os parecerán hermanitas de la caridad. Palabra de honor.

viernes, 15 de octubre de 2010

Manuel Vázquez Montalbán, Los pájaros de Bangkok

Hace siete años que nos dejó Manuel Vázquez Montalbán y ya va siendo hora que hable de él. Pensándolo bien, tal vez me he demorado más de la cuenta y no sabría explicar el motivo, puesto que a mi alrededor siempre revolotea algún libro de la serie Carvalho. Además, si sumamos que mi pasión por la gastronomía y la novela negra se la debo al autor barcelonés y a su protagonista afincado en Vallvidrera y con despacho en las Ramblas, me sorprende que ambos no hayan aparecido en las primeras entradas de este blog. Pero como todo en la vida, en ocasiones a todo aquello que más amamos no le damos prioridad y lo relegamos incomprensiblemente a un tiempo que aún está por venir. Es la insegura seguridad de que pase lo que pase siempre estará ahí y de que podremos contar con ello cuando lo necesitemos. Gran error.

Muchas veces he necesitado recurrir a Manolo, sobre todo cuando la sordidez de la vida social y política de este país se hace inaguantable. Abrir uno de sus libros, releer cualquiera de sus artículos, sumergirnos en sus diatribas culinarias o en cualquier medio en el que oigamos de nuevo su voz siempre es una bocanada de aire fresco. Al leerlo es como si tomáramos con fuerza una pértiga y sorteáramos de un impulso la estupidez que impera en este sobrevalorado siglo XXI. Manuel Vázquez Montalbán ha sido un auténtico hombre del Renacimiento dentro de la Literatura. Sabía de todo (o casi de todo, si descartamos la física cuántica y cosas así) y mejor que nadie. Cualquier tema que se le pusiera por delante sabía analizarlo con una maestría inigualable. Me imagino que deben de sentirse muy afortunados todos aquellos que lo conocieron y trataron con asiduidad.

Por mal que me sepa y contradiciendo a Juan Marsé, a Manuel Vázquez Montalbán lo recuerdo por toda su prolífica carrera de escritor, pero especialmente por la serie protagonizada por Pepe Carvalho. Marsé escribía unas líneas recordando a su gran amigo y compañero de fatigas y finalizaba deseando que no se le recordara por el mítico detective sino, por ejemplo, por su admirable obra poética. Quizá yo sea una persona más banal, de no tan altos vuelos, más insensible en definitiva, pero reconozco que en Carvalho está metido todo el universo de Montalbán, todas sus filias y sus fobias, su aprendizaje y su madurez, sus recuerdos y su temor al olvido... O al menos así lo intuyo yo.

Aunque ya llevaba tres novelas de la serie a sus espaldas (Yo maté a Kennedy, Tatuaje y La soledad del mánager), no será hasta su cuarta entrega, Los mares del sur (1979), cuando gane el Premio Planeta y, a través de los vericuetos del azar, se dé a conocer en el extranjero, sucediéndose una traducción tras otra. El propio autor explica que nadie lo conocía fuera de nuestras fronteras hasta que un buen día el crítico francés Michel Lebrun compró la novela en uno de esos montones de libros de saldo que hay en las estaciones de tren para sobrellevar mejor los largos trayectos. Le gustó tanto que, por cuenta propia, la presentó al Prix International de Littérature Policière en 1981. Por descontado, se hizo con él. Todo le venía caído del cielo a un ateo declarado como Manuel Vázquez Montalbán.

Sin lugar a dudas, Los pájaros de Bangkok (1983) es la mejor novela de la serie Carvalho. Por ese motivo, sorprende lo que el destino le deparó al propio autor. El día que escuché la noticia por la radio me llevé las manos a la cabeza y pensé: “Esto no lo supera ni el mejor guionista de la Fox”. Manuel Vázquez Montalbán falleció de un paro cardiaco mientras hacía escala en el aeropuerto internacional de Bangkok, de regreso a España desde las Antípodas, donde había realizado una exitosa serie de conferencias. Dejaba listos para imprenta dos volúmenes en los que aparecía de nuevo Pepe Carvalho y que serían (al menos eso dan a entender) los últimos de la serie. Un final redondo, perfecto para ambos. Tal vez demasiado.

Estructuralmente hablando, Los pájaros de Bangkok es la novela más compleja del canon carvalhiano. Tres historias se entrecruzan en su trama, proporcionando un fresco de situaciones y personajes que, a medida que avanzamos en la lectura, van componiendo un todo donde cada una de las piezas encaja perfectamente. Las dos primeras historias con las que se encuentra el lector transcurren en Barcelona. Una trata sobre la investigación que el detective realiza sobre la estafa que se le está haciendo a un empresario. La otra es el caso del asesinato de una joven; aquí Carvalho actúa por cuenta propia, para sobrellevar mejor la falta de trabajo y el ambiente opresivo en el que parece hallarse.

La tercera historia en arrancar es la que le llevará a Tailandia. Teresa Marsé, amiga de Pepe Carvalho, ha desaparecido en el otro extremo del mundo, así se lo hace saber el hijo de ésta. Al principio todo son reticencias y negaciones por parte del detective a la hora de aceptar el caso. Hay más implicaciones que las puramente profesionales. El recelo que le produce el asunto le hace desistir una y otra vez a involucrase. Sin embargo, movido por el deseo de escapar de la monotonía y la melancolía que amenazan con ahogarlo, decide finalmente, y por segunda vez en su vida, visitar el país asiático.

Como en las grandes novelas, el círculo se cerrará al final. Todo cobrará sentido una vez alcancemos las últimas páginas. Para ello, será necesario que Carvalho vuelva a Barcelona, a la ciudad de la que huyó (porque lo suyo realmente fue una huida en toda regla). Regresa, no obstante, con algunas respuestas, para algunos tal vez a preguntas triviales, para él fundamentales. Una de ellas, planteada antes de su partida y que no dejaba de rondarle por la cabeza, era sobre el nombre que tenían aquellos pájaros apostados a millares en las calles de Bangkok. Una vez en su despacho con vistas a las Ramblas y con su anhelada respuesta comprenderá lo inútil que es tratar de huir de uno mismo, porque además de resultar imposible es una considerable pérdida de tiempo.