viernes, 22 de mayo de 2009

Julian Barnes, El perfeccionista en la cocina


Sólo he leído dos libros de Julian Barnes. El primero, lo recuerdo como si fuera ayer y ya ha pasado más de una década, fue El loro de Flaubert. Lo hice en una ocasión y media. Me gustó. El segundo libro que he leído de este autor inglés es El perfeccionista en la cocina. Me encanta. Lo he leído infinidad de veces. ¿Cuántas? No lo sé. He perdido la cuenta. Lo leo siempre que necesito reírme de mí mismo. A medida que uno va cumpliendo años necesita con más urgencia quitarse seriedad de encima, sacudirse el dramatismo de su vida.

El libro es un cúmulo de capítulos al cuál más hilarante, todos ellos basados en la propia experiencia de Julian Barnes en el terreno culinario. Las anécdotas que relata parten de sus tiempos de adolescente emancipado en los que, como nos pasa a la mayoría, hacer un huevo frito suponía media hora de meditación y una hora más de aproximación a los fogones. A medida que avanza la narración vamos viendo cómo se le mete al narrador la obsesión por la perfección, algo que comprendemos todos aquellos a los que un día nos picó el mismo gusanillo gourmet. Tratándose de cocina esto puede ser terrible para la cordura del amateur gastrónomo. Es entonces cuando se comienza a lidiar con manuales de cocina, recetas inverosímiles y fotos de platos que parecen más un sueño imposible de alcanzar que un objetivo que con esmero y paciencia podamos conseguir.

El mayor halago que le puedo dedicar a El perfeccionista en la cocina y, por ende, a Julian Barnes, es que se trata de un libro que me hubiese encantado escribir a mí. Destaca por su sinceridad y cuando se escribe así es imposible no dar en la diana. Sólo hay una nota triste en toda esta historia. Veréis, el libro está dedicado A la mujer para quien. Es decir, Julian Barnes (el hombre cocina) dedica el libro a su esposa, Pat Kavanagh (a la mujer para quien). Desgraciadamente, hace menos de un año que ella murió. Desde ese mismo instante todo lo que se relata se convierte en pasado, pasa al terreno de la ficción. La cocina y toda su representación sólo tienen sentido si se comparte. No puede haber un solo “a la mujer para quien” o un solo “el hombre cocina”. Es necesario que exista un “a la mujer para quien el hombre cocina”. Si prescindimos de esta máxima, todo se convierte en un simple acto de canibalismo.

Yo también he vivido una situación de pérdida (pero de otro tipo) y puedo aseguraros, sin por ello sonrojarme, que dejé de cocinar platos elaboradísimos para vivir exclusivamente del mundo de los congelados y los preparados. Pasé de cocinar a sobrevivir. Espero que Julian Barnes, de todo corazón, encuentre a muchos otros para quien.

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