viernes, 21 de noviembre de 2008

Juan Marsé, Rabos de lagartija

Era un deber personal hablar algún día sobre la obra y la figura de Juan Marsé. Son muchos años los que llevo bajo su tutela, un aprendizaje a través de su narrativa que me ha hecho disfrutar de la lectura de sus novelas como aprender técnicas básicas en el difícil y tan a menudo ingrato oficio de la escritura. Porque como muy bien decía Manuel Rivas: un ingeniero sigue siendo ingeniero aunque en su vida ingenie nada, pero un escritor deja de serlo si no escribe. Y podemos, incluso, ir un poco más allá, como dictaminó Truman Capote: “Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz.” La elaboración de una pieza de ficción requiere esfuerzo, tesón y talento, y entretanto no está de más mirar de reojo a los grandes para tomarles prestadas algunas de sus mejores bazas. Y confieso que entre los muchos escritores a los que profeso respeto y atención el que encabeza la lista, con una considerable ventaja sobre el resto, no es otro que Juan Marsé.

Soy consciente que si el propio Marsé leyera estas líneas y comprobara con una de sus características muecas de escepticismo que un tipo como yo le está endosando el sambenito de maestro en estas lides literarias, se echaría inmediatamente las manos a la cabeza. Vayan por delante mis disculpas. Su sonrojo ajeno es mi sonrojo íntimo. Pero he de confesar que con ningún otro artículo disfrutaré tanto como con éste. Producido el primer atisbo de bermellón en nuestras mejillas ya no me importa que éste vaya aumentando en tonalidades y calenturas.

Comenzaría destacando que Rabos de lagartija es una novela de aparecidos y ausentes, narrada por alguien que todavía no ha nacido. A su protagonista, David Bartra, nos lo presenta su propio hermano nonato (en un futuro de nombre Víctor), es decir, el narrador en el momento de la acción se encuentra dentro de la madre de ambos, Rosa, o como suelen llamarla, la pelirroja. Este punto de vista técnico resulta muy eficaz a la hora de representar toda la memoria colectiva de una época (Barcelona en los años cuarenta), ya que confluyen memorias y recuerdos y suposiciones de los que sobrevivieron a una confabulación de militares y asesinos. En esta recopilación de memorias todo es válido y auténtico, aunque lo que éstas dicen jamás haya pasado exactamente igual en la realidad. Son muchos los recuerdos que van apareciendo página tras página, vivencias verdaderas o inventadas, o una mezcla de ambas en la mayoría de los casos, como la figura de David empuñando un cortaplumas mientras desciende el torrente, por donde escapó en su día miserablemente su propio padre, a la caza de una lagartija a la que cortará su rabo y unirá con el resto que lleva en el bolsillo.

Y como en un torrente, como si se enarbolara en metáfora la imagen que se abre tras la puerta trasera de la casa en la que la familia Bartra malvive realquilada, propiedad del doctor P.J. Rosón-Ansio (uno de los innumerables “ausentes” que produjo la guerra), desfilan ante los ojos del lector personajes como los ya mencionados, el amigo de David, Paulino, el inspector Galván, colado por la pelirroja, sin olvidarnos de Chispa, un perro que dejan al cuidado de David (su dueño es otro “ausente”) y al que sólo una de sus cuatro patas mantiene en este mundo. Precisamente la suerte de Chispa marcará el rumbo de la trama de la novela, si se me permite semejante ñoñez.

Mención aparte merecen los aparecidos, de gran importancia en la obra. Entre ellos figuran el padre de David, que escapó de las fuerzas del orden, torrente abajo, con el culo ensangrentado y una botella de coñac en la mano, el hermano mayor, fallecido durante un bombardeo en plena ciudad, y el piloto de la RAF, que aparece en una portada de la revista Adler junto a su avión abatido con los brazos en jarra, mientras dos soldados alemanes le apuntan con sus metralletas. Con todos ellos David irá estableciendo encuentros y diálogos tan reales como con aquéllos que aún se cuentan entre los vivos y presentes.

En cierta manera y por edad, el personaje de David se asemeja al de Néstor, co-protagonista junto con su tío, Jan Julivert Mon, de Un día volveré (sin duda es la novela que yo me llevaría a una isla desierta). Ambos hacen gala de una insolencia y de una chulería innata ante aquellos que representan la autoridad represiva del momento. Llevado más allá de la adolescencia, ese desparpajo chulesco acaba plasmándose en la figura del Pijoaparte, que hace su aparición en Últimas tardes con Teresa, una obra muy anterior a las anteriores. Y, sin embargo, estos tres personajes nada tienen que ver con la candidez que transpira el Daniel de El embrujo de Shanghai, que sí que guarda en cambio muchos puntos en común con Rabos de lagartija a través de la maraña de elucubraciones sobre el paradero del padre ausente o fugitivo.

Estos apuntes me hacen recordar un par de digresiones que no quiero dejar pasar. Vamos con la primera... La mayoría de personas que vivimos en este país y procedemos del bando de los derrotados, siempre hemos tenido la necesidad de saber qué fue lo que realmente sucedió como para que un fantoche como el generalísimo estuviese casi 40 años dirigiéndonos con sus manos ensangrentadas e instaurando una institución tan tenebrosa como el franquismo. Siempre me acordaré de las visitas a mi abuelo paterno, cuando ya tenía una edad para plantearme ciertas dudas y exponérselas con el arrojo necesario. Durante la guerra preparaba los aviones de combate. Dejaba montadas las ametralladoras entre otros detalles determinantes para el piloto. Cuando entraron los nacionales e iniciaron su particular purga en el campo de aviación (reunir a todos aquellos que destacasen allí por algún motivo y ya suponemos lo que seguía a continuación), mi abuelo se hizo con una escoba y alegó que él allí sólo se encargaba de limpiar aquel barrizal que entre unos y otros se empeñaban en dejar como unos zorros. De no ser así, hubiese acabado como el desafortunado grupo de rojos apresados, por lo que gracias a aquel embuste salvó su trasero y el del resto de generaciones, entre las que actualmente me cuento.

Y la segunda digresión... También recuerdo una temporada en que para sufragar mis estudios universitarios combiné éstos con un trabajo de camarero en un bar de barrio, al que si lo hubiesen visto muchos calificarían de bar de mala muerte. Todas las tardes me quedaba solo al otro lado de la barra atendiendo a un nutrido corrillo de peleles y desalmados. Normalmente los cotilleos se iniciaban una vez el parroquiano al que se le pretendían sacar los trapos sucios nos había dado la espalda y se había ido a tomar viento fresco. Esas voces en ocasiones hacían referencia a un hombre que por entonces rondaría los setenta, y aunque no recuerdo su nombre, sí su aspecto. “Ese había sido en sus tiempos un gris de cuidado, un secreta, uno de esos tipos que zurraban de lo lindo”. Ahora de gris no iba, pero tenía ese aspecto de caballo percherón que supongo se les queda a todos aquellos que disfrutaron del suculento cobijo del régimen. Allí sólo aparecía de tanto en tanto para llamar por el teléfono del bar, sin llegar a consumir nunca nada. Las únicas palabras que cruzábamos eran para que le cambiara en monedas algún billete grande que sacaba cuidadosamente de su cartera. Luego aferraba el auricular y, por lo que pude llegar a escuchar, comenzaba a realizar transacciones de artículos de poca monta con almacenes dedicados a la venta al por mayor. De matarife gris la vida lo había reconducido a un gris comercial para su sustento y supervivencia. Cosas de la vida… Y cosas de aquel régimen de marionetas rotas que ensalzaba el lema (que no se la creían ni ellos) de ¡Una, Grande y Libre!

1 comentario:

ZeD dijo...

jejeje, como mola el titulo de este libro xDDDDDD